He de comentar ciertos aspectos de cara a aquellos que posiblemente vean en este rito connotaciones de maltrato y sufrimiento gratuito hacia un animal. El cerdo, guarro o marrano, que de las tres maneras se le denomina en tierras extremeñas, era antiguamente el alimento básico de una familia durante el año. En cada casa se hacía la matanza en la que participaban todos los allegados con gran alborozo, pues era la despensa para los 365 días que quedaban por delante. Ha quitado mucha hambre durante los años de penuria. Por ello, en esa Comunidad se dice “ del guarro se come hasta los andares”, y se aproxima mucho a la realidad, pues no se desperdicia apenas nada del animal.
El ecosistema extremeño, especialmente el de la sierra, es idóneo para la cría del cerdo ibérico, que pasta entre encinares y alcornocales, alimentándose de bellotas durante la montanera, de la que resulta tan excelente chacina y jamones de alto poder nutritivo y delicado sabor.
El cerdo ha sido un animal totémico en la región extremeña y así lo indican los tempranos testimonios escultóricos de los verracos. Desde época prerromana se ha demostrado la eficacia del ecosistema existente para su cría, habiendo estado muy protegido por reglamentos concejiles a lo largo de la historia. A pesar de ser aquella zona tierra de pasto de ovejas, la influencia de la Mesta y la trashumancia hicieron que se considerase al ganado ovino como fuente de lana, no de alimento, prevaleciendo el cerdo como fuente de proteínas.
El día anterior al sacrificio lo empleaban los hombres en el acarreo desde el campo de leña de encina para las hogueras, de los escobones para socarrar, las cubas de agua, de artesas, cuchillos, máquinas de cortar y embutir y demás elementos necesarios para este ancestral rito, mientras las mujeres pelaban ajos, preparaban tripas artificiales, cordeles y distribuían los aliños precisos para los chorizos, morcones y salchichones, todo con la exactitud necesaria para que tomen su punto justo, basados en las recetas que por tradición oral han llegado a nuestros días.
Ni que decir que estos trabajos preparatorios estaban animados por cánticos de la tierra, bromas, chistes y chascarrillos, alegrados por buenos vinos y excelentes viandas.
Al día siguiente tocaba madrugar y antes de llegar el alba ya se encendían las hogueras y se calentaba agua en cantidades industriales, en tanto el más veterano preparaba en el caldero las consabidas migas para desayunar. Tras actuar el matarife, se prendían los escobones secos para quemar los pelos del animal hasta dejar limpio el cuero, prosiguiendo el matanchín la tarea de evisceración y troceado del cerdo, apartando la carne destinada a embutir, los lomos, los jamones, las costillas y la manteca.
Una vez analizadas las carnes por el veterinario llegaba al jolgorio, es el momento de satisfacción general porque el cerdo estaba apto para el consumo, y con la maestría que proporciona la experiencia acumulada por los años, unos y otras comenzaron a picar la carne sobre las artesas, a aliñarla y removerla, a cuajar la sangre para las morcillas de lustre, cocer la manteca y todas las operaciones necesarias hasta llegar al momento de embutir lo que es la chacina en sus variadas formas de chorizo, salchichón, morcón y morcillas, así como preparación de los lomos y el salado de los jamones.
Era un curioso rito dirigido por el maestre que oficiaba ordenando con precisión los pasos a seguir durante sacrificio del animal y la posterior elaboración de los productos, en el que participaban familiares, amigos y vecinos, a los que había ayudar cuando ellos mataran sus propios cerdos, consiguiendo así que los lazos de amistad se reforzaran. Eran días de mucho trabajo pero igualmente de algarabía, donde el comer y el beber se prodigaba, creándose una atmósfera de fraternidad presidida por el buen humor y las canciones autóctonas.